Hacer turismo en México


Los flamingos vuelan formando olas en el aire. Avanzan a ras del agua en una elegante secuencia rosada hasta que aterrizan y se convierten en los pájaros torpes de Alicia en el País de las Maravillas; todos graznidos, cuellos y patas, un amasijo de color sobre la ría turbia se atraganta entonces de larvas de camarón, robándoles la vida y el pigmento para sus alas.

Si a eso le añadimos garzas de todos colores, patos, fragatas y pelícanos que cuelgan de los manglares como manzanas maduras y un río que, dependiendo del ángulo de visión, se tiñe de azul tinta o de un rojo intenso y cristalino, entendemos que Celestún, en la frontera entre Yucatán y Campeche —o entre el Golfo de México y el Caribe—, es algo muy cercano al paraíso. Sin embargo, como todo lo que puede convertir al país en un destino turístico mundial, el sitio ha recibido muy poca atención de las autoridades, que prefieren centrarse en publicitar fantasías dudosamente mayas para mover sus presupuestos publicitarios.

Quizá así sea mejor. Porque antes de llegar a un sitio como Celestún se tienen que recorrer kilómetros de sangre, sudor y lágrimas: carreteras eternamente en reparación, retenes policiacos, rutas en el mejor de los casos sin señalamiento alguno —la otra opción son los señalamientos equivocados—, aeropuertos kafkianos, ambulantes o manifestaciones que impiden el paso, horarios de apertura y de cierre impredecibles en nuestros monumentos, decibeles revientatímpanos en las calles, cobros desproporcionados en hoteles y restaurantes, chucherías infames hechas en China en las tiendas de nuestros museos más emblemáticos —aka, Antropología e Historia—, rateros y estafadores que acechan en cada esquina con la complacencia de las autoridades y pistas de patinaje con escenografía como de kermés escolar chafa en medio de nuestro otrora digno Zócalo.

Todo eso, sin embargo, va reduciéndose conforme se llega a los sitios más alejados de las égidas oficiales: el México amable, hermoso y auténtico de las postales de Fonatur se encuentra mejor donde los gobiernos federales y locales están más ausentes. Lástima que estos sitios cada vez sean menos: el único otro lugar del mundo donde habitan los flamingos rosas es las lagunas saladas del centro de África. Un microcosmos que ha derramado allí hoteles impecables, servicios turísticos de primer mundo, parques nacionales estupendos y empleos muy bien pagados en un continente mucho más jodido que México.

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